Primera y segunda vida de un refugiado colombiano.
Créditos: Margarita Solano Abadía.
13:25 horas. Agosto de 2015. Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Compró una chamarra café para llegar a la cita. Cerca a la playa, donde vive exiliado desde hace 30 años, taparse es una grosería; podría morir cocinado, pero a estas alturas, la muerte le ha susurrado tantas veces al oído que morir acalorado le resulta un poema.
13:32 —¿Llegaste?
13:40 —Voy bajando del avión. Ansiedad…
13:43 —Mándame una foto para reconocerte.
13:45 —Aquí va.
Camisa amarilla, cabello negro, un mechón tapando el rostro completo, la imagen de perfil inconcluso muestra un asiento de avión; un ojo derecho. Medio bigote.
El equipo de televisión lo espera en la sala A, justo debajo del pizarrón eléctrico de arribos nacionales, como habían quedado. Su vuelo ha llegado a tiempo. Como una especie de parodia donde el ladrón siempre logra escabullirse de quien lo espera, Markos sale por otra puerta. Se ha justificado la llegada de cuatro personas de televisión a las autoridades del Aeropuerto de la Ciudad de México con cámara, tripié y micrófonos, avisando el arribo de un “escritor colombiano”. Apuntan su nombre real, así completo, con nombre y apellido. En México, Carlos Alberto Méndez Contreras: escritor, poeta, periodista, corrector de estilo, maestro de literatura y periodismo. En Colombia, Markos, así a secas, estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, exmilitante de la otrora guerrilla colombiana conocida como “El M19”, encarcelado un año y ocho meses por subversión.
***
Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón de vestir beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla de cuello perfectamente planchada y un bigote arreglado pensaría que 20 años atrás eras un guerrillero alzado en armas. El estereotipo de un insurgente en este México donde decidiste venir a salvar tu vida tiene que ver más con un campesino de rasgos prietos, inculto, tímido al hablar, medio ignorante, humilde hasta en el vestir. En cambio, tú, Carlos, pese a tus raíces campesinas y un pasado de carencias, te pareces más a esta vida nueva que te has impuesto a kilómetros de distancia. ¡De verdad que sí luces como todo un famoso escritor!
La cámara sigue tus pasos en medio de las miradas curiosas de la gente que intenta familiarizar tu cara con la de un actor, un cantante de la televisión, quizás un artista internacional. Mientras tanto, tú pareces perderte en el relato de un pasado que pasa frente a ti en cámara lenta como tu andar.
—¿Quién es? —pregunta la gente al crew de televisión…
—Un poeta —responde el productor sabiendo que seguirá un gesto de decepción. La gente reclamaría la selfie en caso de haberse encontrado con un deportista… con un cantante.
No es la primera vez que viajas de Cancún a la capital. Sí la única ocasión desde el exilio, en la que confiesas esta historia llevas protegiendo, escondiendo durante 30 años.
—¿Quién es… quién es? —pregunta la multitud.
En el fondo de tu clandestinidad hay una sola respuesta.
Subtitulo: Yo era Markos
—Markos era yo, y escribía Markos con “K”. Era un militante del M19, un joven rebelde colombiano, un revolucionario convencido desde muy chico, un joven lleno de ideales, que creía en que la humanidad tenía salvación.
Tus ojos se han llenado de lágrimas, Carlos, y has olvidado un detalle…
La silla que te ha elegido a ti para el confesionario da la espalda a una biblioteca con libros que no son tuyos; tu pantalón beige y tu estilo de profesor de literatura han construido una atmósfera más parecida al Carlos de hoy que al Markos del ayer, con su melena larga, bigote descuidado y jeans para la ocasión.
En esa fotografía que sostienes con la derecha mientras el lente se clava en el primer plano de tu rostro apareces delgado, con un bigote puberto apenas asomando. Tú estás sentado en una cama individual junto a una muchacha que te clava una mirada coqueta. Estabas en la cárcel de máxima seguridad de Bellavista, en Medellín, donde pasaron grandes capos de la mafia colombiana.
¿Quieres llorar?
Agachas la mirada, te suda la nariz. Tu pose intelectual ha quedado sepultada. Ahora pareces más una víctima, un hombre consternado por el recuerdo de un proyecto perdido, porque lo reconociste, Carlos: los rebeldes como tú lucharon y perdieron.
—Realmente es la primera vez que cuento esta historia. Mientras yo estoy aquí, sentado, muchos compañeros murieron y no pudieron contar la suya.
Has olvidado un detalle Carlos…
A menos de dos metros de ti está un muchacho de 15 años, la edad que tenías cuando ya leías a Marx y cantabas trova cubana. Comparte tus ojos miel y el lacio de tu cabello negro. Incluso ahora que los comparo, se parece mucho a ti en la foto que enviaste por WhatsApp para reconocerte en el aeropuerto. Es como si el Markos que dejaste en Bogotá estuviera aquí presente, acompañándote a tus espaldas, y quien habla es Carlos convertido en escritor.
A tu lado está un adolescente que te acompaña mientras te entrevistan para sacar tus secretos desde el exilio para un canal de televisión de la ciudad que te vio nacer: Bogotá. Me habías contado ya que el muchacho iba a la prepa en el Distrito Federal, que había algunos problemas con su mamá y que guardabas cierto enojo porque un día de pleito la mujer quemó todos los recuerdos de Markos afuera de la casa donde vivían juntos y sólo alcanzaste a recuperar un dibujo entre las llamas. Hechos cenizas quedaron fotografías, una autobiografía, cartas de tus compañeros de lucha en prisión, dibujos, el periódico donde escribías, revistas de la época, y entonces decidiste desterrar ese amor de tus entrañas. Lo justificas diciendo que el día en que la mamá de tus hijos le prendió fuego a tu pasado, ella también se quemó por siempre.
Omar ha venido a escuchar tu entrevista, creyendo que viene a oír el testimonio de un periodista, escritor de poemas, de un literato, de su papá.
Pero insisto, Carlos, olvidaste un detalle…
Omar, tu hijo, no conocía la historia de Markos. ¿Cómo pudiste esconderle tu pasado tanto tiempo?
Cuando dijiste a la cámara “Markos era yo cuando era guerrillero”, el muchacho alzó la vista con asombro para tratar de encontrarse con tus ojos. Unos ojos ahogados en lágrimas.
Subtitulo: Operación mimeógrafo
—Era abril de 1980 y el ambiente colombiano estaba caldeado. Todo lo que oliera a reuniones de más de dos personas era considerado subversivo y encendía sospechas. Yo tenía a mi cargo un mimeógrafo, un aparato parecido a una máquina de escribir, grande, pesado, que utilizábamos para imprimir muchas copias de un papel. Allí imprimíamos el periódico del M19.
Yo vivía en el barrio Tabora, en una pieza rentada a una señora que vivía con su hija de doce años. Con mi aspecto de estudiante, me rentó un cuarto a unos quince minutos de la Universidad Nacional de Bogotá.
Una de mis tareas en el M era hacer el periódico y material de activismo. Para una tarea clandestina como la mía, ese mimeógrafo eléctrico hacía un ruido ensordecedor, desesperante. Debía trabajar en él solo cuando la señora salía por su hija a la escuela al mediodía, o cuando se iba a echar chisme a una casa vecina en la misma cuadra. Alguna vez regresó y yo estaba en plena tarea, con las manos entintadas; entonces me preguntó por ese ruido. Le contesté que había traído trabajo para la casa porque mis clases en la escuela no me daban tiempo de trasladarme a la imprenta.
—Pero hace mucho ruido y gasta mucha luz.
—No se preocupe que yo le colaboro para ese gasto —le respondí para calmar su avaricia.
La curiosidad fue creciendo con los días hasta que me preguntó cuál era el trabajo que hacía… que le mostrara algo. Yo no guardaba nada que no fuera propaganda del M o política en el cuarto, entonces se me ocurrió quemar un esténcil (así se llamaba el negativo con el que imprimíamos el periódico subversivo) e imprimirle unas páginas de La edad de Oro de José Martí sobre los héroes, en particular la historia de Bolívar. La doña quedó encantada porque para reforzar la mentira, yo le regalé a su hija el libro completo de la colección Sepan Cuantos de editorial Porrúa. Pero a ella se le hizo raro que imprimiera unas hojas de un libro que podía comprarse. Desde entonces yo tomaba precauciones extra: guardaba bien el aparato, limpiaba el cuarto a profundidad, quitaba toda huella de la tinta, recogía las hojas y sólo dejaba papel en blanco; todo me lo llevaba, incluidas las hojas manchadas o mal impresas.
Un día me percaté que la señora entró a mi habitación y buscó en mis cosas. Mis libros eran literatura y mucho marxismo. Pero en el mimeógrafo dejé el esténcil de un periódico que, al parecer, ella no vio. La relación con la casera ya levantaba suspicacias a pesar de su simpatía y amabilidad, que se reforzaba con la invitación a desayunar los domingos en el comedor de su casa. Una mañana dominical me contó que ella le había regalado las hojas sobre Bolívar a una vecina y la muy chismosa le comentó que a lo mejor yo era del M19.
Mi sorpresa la manejé bien.
—Esa gente es muy preparada y tiene mucha plata para comprarse casas y tener imprentas.
Hora de partir de ahí.
Limpié la habitación a fondo, hasta eliminé manchas de tinta en el piso de madera. Saqué el mimeógrafo para entregárselo a otro compañero que tenía un lugar más seguro. El aparato pesaba más de 15 kilos, como una maleta de mano atiborrada, y me tocó sacarlo un día entre semana.
Salí tan rápido que no revisé que tenía montado en él un esténcil con el último número del periódico del M. Eran los días de la toma de la Embajada de Santo Domingo que tenían a Colombia en el ojo internacional, después de que mis compañeros incursionaran en ella. Cuando pasé por las calles del barrio hacia la carrera 80, recuerdo sentir que llevaba esa papa caliente. Esperé al menos veinte minutos hasta que logré tomar un taxi. Antes pasó una patrulla y me vieron con el rabo del ojo con mi caja grandota, aunque siguieron de largo. El taxi debía llevarme hasta el barrio Quinta Paredes, en la 26, frente a la Universidad Nacional. Era notoria la presencia policial en la ciudad en ese entonces; circulaban parejas de motociclistas policías, armados con metralleta, muy alertas a actuar porque había un ambiente de subversión en Bogotá. Mi taxi tomó la calle 68 y luego subió por la 26. El taxista me preguntó por la caja.
— Son libros míos. Me estoy cambiando de casa más cerca de la Universidad.
—Como hay tanta gente del M por todo lado —soltó el conductor.
El hombre comenzó a contarme su simpatía con el movimiento, más para sondearme que para otra cosa, pero yo ya estaba acostumbrado a dar respuestas evasivas… inteligentes. La negación total era un pecado porque despertaba la curiosidad de la gente, era mejor declarar simpatía cautelosa y alabar a esos rebeldes inaccesibles, gente de otro planeta a la que uno no pertenecía.
Me bajé del taxi unas cuadras antes del punto donde debía entregar el mimeógrafo. Justo cuando pagaba al taxista, pasaron dos “tombos” en moto. Demoré el pago lo más que pude. Los policías aminoraron la velocidad, me pasaron de frente despacio,
muy despacio,
el taxi me cubría justo cuando lo emparejaron
y en el andén
quedó la caja con el mimeógrafo.
Yo llevaba una pistola Beretta en la cintura. Pensé que terminaría desfogándola en ese momento en cuanto los tombos dieran la señal de pararme o preguntarme por la caja. Segundos de tensión. Los motociclistas siguieron con lentitud, rebasaron el carro, se pusieron por delante, pero sin parar. Yo buscaba más billetes para completar de pagarle al taxista que en ese momento interpretó la suspicacia.
—Tranquilo que esos tombos no más meten miedo.
—Pero uno como estudiante tiene que estar pilas con esos maricas —atiné a responder.
El carro se fue y me quedé un momento quieto, pensando velozmente qué hacer. Los policías me llevaban metros, pero seguían observando por el retrovisor de sus motos. Decidí dirigirme a un edificio justo al frente, donde casualmente había una cafetería. Caminar con esa caja después de llegar en taxi era sospechoso; la casa a donde iba estaba unas cuadras arriba a una calle de la 26 en Bogotá. Me tomé una gaseosa, acomodé el mimeógrafo cerca a la entrada y me senté a mirar la puerta de la cafetería hasta ver perder la policía.
Pregunté por una dirección cercana a la muchacha que atendía, debía quemar tiempo.
Era inevitable volver a la calle con la caja de 15 kilos que no podía cargar con naturalidad. Encima iban libros muy acomodados a manera de camuflaje, un amarre grueso ataba el armatoste con doble vuelta. Tras unos quince o veinte minutos salí a caminar con dificultad sobre la avenida y doblé en la primera calle que vi. Al fin llegué a la casa de los compas, unos estudiantes que daban apoyo al M.
Así coroné esa vuelta.
Subtitulo: ¡Soy comunista mamá!
Eran los años 50 cuando la violencia tocó la puerta de los abuelos de Markos en Villapinzón, una zona rural al norte de Bogotá. La lucha era a muerte entre simpatizantes de los partidos liberales y conservadores. Con machetes y pistolas en el cinturón, los caudillos de un bando irrumpían fincas, casas de campesinos, tiendas de abarrotes, locales comerciales, plazas públicas. Asesinaban a todo opositor, y con él a su familia. Cuentan que, en el Occidente de Colombia, en el Valle del Cauca, una mamá conservadora se aferró de las piernas de un liberal que con machete sostenía el cuerpo de su bebé recién nacido amenazando con dejarlo caer al cemento.
Una guerra civil no declarada que desde ya sumergía a Colombia en un charco de sangre que cubría una nación empobrecida.
Los abuelos de Markos, de origen campesino y tendencias liberales, dejarían Villapinzón para salvar la vida de sus diez hijos. La primer vivienda de ese desplazamiento forzado aparece en una fotografía donde Markos ve a los viejos en una casa improvisada a la orilla de los rieles del tren en Bogotá, la capital de Colombia.
—Mi padre era el mayor de los hijos de esos abuelos de raigambre campesina —escribe Markos en un texto que aspira ser parte de una biografía novelada de su vida.
Era 1959, Markos nacería diez años más tarde, un 23 de febrero. Como buen piscis, la astrología apunta para los varones nacidos a finales de febrero la capacidad de influir en secreto en los procesos globales. Para los once, doce años, era un niño que jugaba microfútbol con sus amigos del colegio, aprendía ajedrez con un tío que los frecuentaba los fines de semana y de paso tuvo su primer encuentro con El Che. Un día que paseaba con los amigos en el centro, vio un taller de imprenta y un afiche del Che, la famosa fotografía de Korda en negro con fondo naranja. Sin entender por qué, lo compró. Ese encuentro fortuito con el guerrillero legendario llevó al adolescente a investigar sobre la vida de Ernesto Guevara de la Serna, leer sus obras, desde periódicos de izquierda hasta las obras de Mao, el Pekín Informa. Ya para los catorce, Markos sentía la sed de la insurgencia metida por las letras entre las vértebras. Colombia era el vivo retrato de la desigualdad social, la diferencia de clases: unos abuelos desplazados, un padre nacido en techo de lámina, un presidente liberal asesinado. El muchacho echó a rodar su historia.
Una mañana, Markos le confesó a Teresa.
—Soy comunista, mamá— sonrió—. Encontré la luz de la vida, mamá. Quiero ser revolucionario, quiero ser como El Che.
Había llegado El M; el M19. Movimiento 19 de abril, bautizado así por el robo electoral de 1970 al general Gustavo Rojas Pinilla, candidato presidencial liberal. El M redondeaba la idea de revolución de un adolescente leído contra una clase política y empresarial que los veía como un movimiento subversivo, caótico, de riesgo permanente. Su lema: “Con el pueblo, con las armas, al poder”. Su bandera color azul, blanco y rojo, una dirigencia con experiencia en las guerrillas, combinó su idea de un ente revolucionario al alcance de la mano. Se robaron la espada de Bolívar en la Quinta del Libertador en Bogotá con la idea de salir a pelear con ella por la igualdad de un país. Con botas y pasamontañas asaltaron el Palacio de Justicia con todo y Magistrados dentro. El resultado de la operación es el retrato de un país de 40 millones de habitantes, la mitad aferrados a la ultraderecha, la otra en las filas de la lucha armada revolucionaria: 98 muertos, decenas desaparecidos y una opinión pública que ha treinta años de distancia se pregunta por qué el presidente en turno mandó tanquetas de guerra. Para entonces, Markos había estado en dos frentes: desde en la clandestinidad de la selva colombiana y en México exiliado.
—Yo sentía la revolución en las venas. En la calle todo el mundo hablaba del M con simpatía; claro, en el ámbito estudiantil, en los barrios populares. Mi contacto con la familia era mínimo, pero si frecuentaba a mi gente. En el barrio Boyacá yo guardaba al máximo las medidas de seguridad. Había un compañero presidente de la Junta de Acción Comunal que tenía contacto con La Orga, con El M, pero yo deliberadamente sólo lo saludaba cuando me lo encontraba, nada más. Mi madre siempre fue solidaria y participó en diversas acciones reivindicatorias junto a las madres de otros compañeros. En algunas ocasiones fueron amagadas con agresiones verbales o accidentes para hacerlas caer en las gradas del Congreso cuando querían alzar la voz en pleno. Mi mamá entendía que nuestra lucha era justa y digna, que nuestro sacrificio era histórico para Colombia, para su gente. Mis otros familiares, gente de clase acomodada, guardaba sus reservas y me veía como la oveja negra de la familia. Sólo los abuelos entendían a cabalidad nuestra lucha porque habían sufrido la persecución por ser liberales y habían llegado a Bogotá como desplazados de la violencia de mediados del siglo xx. Mis viejos veían la continuidad de una búsqueda de otra Colombia y no se espantaban ante el uso de las armas porque ellos mismos tuvieron que apoyar a las guerrillas liberales del llano y convivir con la clandestinidad.
Subtitulo: El yunque y el martillo
Era un jueves de 1981. El bloque rural del M19 llevaba un año consolidándose en las montañas del sur de Colombia con la ayuda del gobierno cubano y su experiencia en táctica armamentista. La idea era crear una guerrilla cercana a la gente, pero alejada de las grandes urbes donde el enemigo acechara. El brazo político del movimiento subversivo fue llamado a la clandestinidad, a ponerse las botas, a ser el brazo armado en las montañas colombianas que defendiera sus fines. Markos ya estaba lleno de selva sin imaginar que estaba por perder el único camino cierto para un guerrillero: la libertad.
Semanas atrás, un compañero alzado en armas había decidido hacer proselitismo político de puerta en puerta; llegaba a las casas de los campesinos para contarles la lucha que desde las montañas se gestaba “por una Colombia justa”. Pero el Ejército detectó el secreto en las montañas cerca a la frontera con Ecuador. Alistó una cuadrilla de más de mil hombres dispuestos a todo con tal de detener a 700 guerrilleros anclados en el espesor de la selva.
La travesía por la selva fue larguísima. Desde el río Mira, fronterizo con Ecuador, los combatientes entraron al Putumayo y subieron hasta el Caquetá. Desplazar 800 hombres en cayucos, con la amenaza de voltearse en el primer mal forcejeo, resultó el primer reto militar del grupo insurgente. Los poblados aledaños tenían reservas. Algunos cerraron las puertas de la casa para volver a salir tres días después, cuando los rebeldes se marcharán. Otros optaron por ayudar a embarcarlos, ofrecieron víveres. Un puñado dio aviso a las autoridades.
Los lugareños aseguran que ahí la selva es como las mujeres de la zona: impredecibles, rudas, difíciles, tan dominantes. La lluvia haciendo gala de un torrente que se deja caer al salir el sol, con vísperas de arreboles, con temperaturas que superan los 28 grados, con el abrazo de la noche. Llueve sobre las ceibas, el choibás, el cagüís, árboles gigantes que sobrepasan los 70 metros de altura, donde los techos de los pueblos y sus pobladores se miran a lo lejos como una caricatura, como la vista de una ciudad desde la ventana del avión a mil pies de altura.
Treinta metros más abajo de las ceibas, el choibás y el cagüís, la selva es inclemente. Ramas perfectamente amarradas durante décadas, hechas nudos impenetrables, hojas que tapan precipicios de diez o quince metros de profundidad, maleza, insectos roedores. Crecen los cedros, los laureles y los cominos, árboles frondosos, gruesos de tallo, que tejen un manto vegetal que podrían ser la muerte para su propia fauna. Escarabajos, hormigas e insectos de colores se suben en manada por sus ramas, forman espirales, buscan comida, hacer sus nidos.
Llovió ayer, llovió hoy, lloverá mañana.
El río Mira crece en cuestión de horas, se desbordan sus orillas. Algunos campamentos de los guerrilleros se inundaron. Evacuar cajas repletas de armas y municiones les tomó toda la noche, la lluvia no paró. Si no los mata el enemigo declarado, lo hará la selva, ese aliado voluntarioso. Traicionero.
***
14:30 hrs.
Como volcán en erupción, la falda de la montaña se llena de miles de hombres del Ejército de Colombia, enemigo a la vista.
Fusiles G-3, alemanes, lanzagranadas, granadas, bayonetas, armas cortas 9 milímetros, municiones, camuflados, sombreros, fornituras, botas gringas de cuero. Así recibió la guerrilla maoísta al rival cerca del Caquetá. La moral estaba en alto, pero no era suficiente para 700 hombres pertrechados. La debilidad del M estaba en su interior, en sus filas. Guerrilleros formados en las ciudades que desconocían la inmensidad de la selva.
Los fusiles de ambos bandos escupieron fuego, ruido, plomo y muerte. Algunos repelieron la agresión, otros cayeron de inmediato al pasto que en segundos se tiñe de rojo. El flanco fuerte del Ejército utiliza una longeva táctica militar puesta en marcha desde los tiempos de las tropas napoleónicas para combatir al enemigo: el yunque y el martillo.
Aprovechando el número inferior de guerrilleros en frente, los militares fueron cercando a los guerrilleros del lado ecuatoriano, intentando comportarse como un herrero que aplasta al enemigo. El primero en caer fue un líder campesino cuando una bala le alcanzó la ingle. Era de los pocos que conocía el terreno por donde transitaba Markos haciendo frente a un combate que más tarde lo llevaría al exilio.
El plan de llegar a fortalecer las filas de la guerrilla en el Caquetá se desmoronó al instante. Los pocos que quedaron del M decidieron entregarse, más de 400 hombres habían caído en la selva. Antes de subir las manos con las armas en tierra, escondieron algunas armas, documentos, cosas comprometedoras.
Un bloque militar rodeó la parte derecha, otro ocupó la izquierda y dos grandes frentes se fueron adelante. Para ese momento, Markos y sus compañeros retrocedían ante la presión, acariciando el límite internacional donde terminaron entregándose al Ejército ecuatoriano, que horas más tarde los regresaría a las autoridades colombianas.
—El Ejército nos concentró en una finca. Fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Íbamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas. Luego comenzaron los interrogatorios, la tortura psicológica, la presión.
Markos llora. Fue condenado a prisión por un consejo de guerra.
Subtitulo: Presos hoy, revolucionarios siempre
Las lágrimas contenidas en la mirada, el tapón para tragar saliva, los recuerdos a flor de piel. La mano de Markos sostiene una fotografía con los trazos que hiciera entre 1981 y 1982 cuando la celda en una cárcel de máxima seguridad de Bellavista en Medellín amenazó con enloquecerlo. Siete puños halando la cola de un caballo desbocado, tres tumbas del costado izquierdo y tu rostro también a lápiz con la lágrima de un país que se resbala por las mejillas.
No era sólo el encierro. El Consejo de Guerra realizado en Ipiales había decidido enviar a los rebeldes a cárceles distantes de sus familias; dificultar el contacto con el mundo exterior, matarlos en vida cortando lazos sentimentales. Markos fue a dar a Medellín, ocho horas en camión desde Bogotá, hogar de sus padres.
Después vino el Consejo Verbal de Guerra. Si los rebeldes aceptaban haberse equivocado en su lucha armada, la pena se reducía a la mitad. No fue el caso de Markos, quien con aire altivo de adolescente retador, con aire de estupidez pues, se paró y dijo lo que nadie quería escuchar: reivindicar su paso por el movimiento, sostener la lucha armada para quitar del poder a la clase opresora, clamar por una sociedad justa para todos. El yunque llegó primero, el martillo después: le impusieron ocho meses más a su condena de un año por su actitud sectaria y subversiva.
Un acto de valentía, un cementerio de hombres vivos, como dice la canción de Jairo Varela en el Grupo Niche; así describe Markos su paso por el encierro en celdas para ocho personas que se convirtieron en espacio para veinte, veinticinco, con telas improvisadas para simular cortinas y divisiones en espacios de quince metros donde los pudientes podían dormir en la plancha fría de cemento; los otros, como él, en el suelo, amontonados.
—Recuerdo dibujar unos carteles con unas manos esposadas pero con las cadenas rotas y un lema de mi autoría que resumía mis convicciones: “Presos hoy, revolucionarios siempre”.
Pasarían meses para que Fermín, padre de Markos, pudiera dar con el paradero de su hijo; ver su rostro en el diario más influyente de la capital; llamar a las autoridades para conocer en qué cárcel estaba; volver a llamar para saber cómo podía verlo; comprar boleto para el camión que lo llevaría a ocho horas por tierra de su retoño. Mientras tanto, los presos del M se hicieron famosos fuera de las rejas. Los estudiantes de las universidades públicas se convirtieron en sus fervientes seguidores; los visitaban los domingos decenas de jovencitas y adolescentes que honraban su valentía. Markos consiguió novia, entró a un taller de carpintería en el patio dos y organizaba actos culturales para los domingos, el único día que lograba salir de la celda.
La solidaridad era intensa. El Comité de Solidaridad con los Presos Políticos visitó a los rebeldes cada fin de semana, pero su mayor felicidad llegó un domingo, tres meses después de su detención.
—Recuerdo que mi padre que era de un mutismo asombroso: no ocultó su conmoción cuando me abrazó en la celda del quinto patio.
El olor a mierda en las celdas era insoportable, nauseabundo.
Un compañero en cautiverio se dedicó a comer cucarachas. Las agarraba del piso mugroso con las patitas en movimiento y de un momento a otro crack, las masticaba en la boca. A otro guerrillero se le subía la causa a la cabeza y trepaba por los muros infinitos del patio gritando, clamando su inocencia. Dos más fueron apuñalados y otro par castigados por asesinarlos dentro. Las condiciones no mejoraban. Markos y sus amigos organizaron un motín después de que los guardias los extorsionaran para dormir en una plancha. La idea catapultó el pase a otra cárcel mejor y cerca de su familia en Bogotá.
Pasó más de un año antes de que Markos volviera a verse de frente con la libertad. Era un jueves, cuatro de la tarde. La Amnistía decretada contra presos políticos daría el pase de salida a 178 guerrilleros del M19. Los primeros salieron lunes, el resto un martes, Markos hasta el jueves. Cuando por fin pisó la calle, no había nadie ahí. Ni la prensa, ni familiares: la calle sola, el sol a punto de ocultarse. Tuvo miedo. Caminó cuatro cuadras sintiéndose perseguido sin estarlo hasta hallar un teléfono público.
—Mamá, estamos libres. Avisa a los medios.
Subtitulo: Mexilio
Esta es la parte de la historia donde la muerte ronda a Markos y sobrevivir se convierte en la nueva travesía de un joven que se resistió por años abandonar su tierra, su causa, las botas mismas.
Mataron a La Chiquis, también a Kike, Javier y Laura. Compañeros de lucha, amigos de adolescencia, intelectuales todos. Dice Olga Behar, periodista colombiana, en su libro Noches de Humo, que después de la toma del Palacio de Justicia quedó sepultada una generación de hombres brillantes, los más cultos que había conocido en su vida. Se refería a Carlos Pizarro León Gómez, máximo comandante del M19, asesinado a sangre fría después de desmovilizarse; a Jaime Bateman Cayón, el primer Comandante general del M19, muerto tras caer una avioneta donde viajaba de Santa Marta a Panamá; a Carlos Toledo Plata, quien fue asesinado a quemarropa por dos hombres en moto meses después de salir de prisión de Bellavista, donde estuvo Markos.
La muerte comenzó a colarse en su almohada. No hubo un sólo momento en el que no le apuntara a la cara susurrándole: “Sigues tú”.
Esta es la parte de la historia donde Markos deja las botas, el mimeógrafo, el campo donde estuvo años de manera clandestina, pide prestada una cuenta bancaria a su tío pudiente, el que le enseñó ajedrez, y saca visa de turista por 180 días para llegar a la Ciudad de México. Esta es la parte donde el joven de cabello largo, botas y pistola se convierte en Carlos Alberto Méndez Contreras.
La Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados dice que el refugiado es una persona que tiene un temor fundado por sus preferencias sexuales, raza, opiniones, religión, temor a que los maten. Se diferencian del migrante porque éstos pueden regresar a su país de origen si la travesía falla, si extrañan más de lo previsto. El refugiado no, y tú tampoco, Markos. Quedarse en Colombia era comprar un pase directo al cementerio.
México siempre ha sido especial para Colombia, para Markos. Creció al igual que muchos amigos de la época con la música ranchera en las venas, viendo cine mexicano con Antonio Aguilar, Cantinflas, admirando la extensión territorial, esas grandes fincas con hombres que también usaban botas, bigotes, el sombrero bien puesto, llevando a la mujer de su vida en un caballo que se pierde en el camino. Pero para un revolucionario, México era más que novelas, tequila y mariachis. La relación sostenida con esa Cuba rebelde, ser el escondite de León Trotski, la morada temporal del Che, el surgimiento de algunas guerrillas en Guerrero y la hospitalidad de otros compatriotas que zarparon en el exilio primero que Markos, lo hicieron inclinar la balanza por el país de los manitos.
Siglos atrás, México había abierto la puerta a más de 20 mil refugiados españoles que huían del régimen franquista. Más tarde acogieron a miles de argentinos, brasileños, chilenos y uruguayos que escapaban de dictaduras militares.
Desde 1980, 50 países han figurado al menos una vez entre los 20 que más expulsa refugiados. Colombia, país de Markos, ha estado ocho veces en la lista de la ACNUR, al igual que Camboya y Uganda, por encima de Yemen, Ucrania, Siria, Sudáfrica, Pakistán, Nicaragua y El Salvador.
Era septiembre de 1985 cuando pisaste por primera vez el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Recuerdas esa sensación de sentirte minúsculo, provinciano ante la inmensidad de una de las ciudades más grandes del mundo. No habían fincas a la vista, ni caballos, ni sombreros, y sí un país con un régimen priista extendido por 70 años, represivo con los jóvenes, de mano dura contra cualquier oposición. Viste un Distrito Federal que se caía a pedazos por el terremoto más grande de su historia: abajo quedaron casas, edificios completos, carros sepultados, ¡más de 20 mil muertos! Y de nuevo la suerte echada, el destino haciendo de las suyas, la tragicomedia en vivo y a todo color: Markos pasó por Avenida Revolución, atravesó la avenida de los Insurgentes y fue a parar en Avenida de la Paz, su primera casa en el Distrito Federal, cerca del Nobel Gabriel García Márquez.
Los primeros años los siguió encausando a la lucha armada. Esa que venía persiguiendo desde Colombia y que ahora le hacía pensar en Latinoamérica. Participó en esfuerzos solidarios con la Nicaragua sandinista, la revolución salvadoreña, los exiliados chilenos, argentinos uruguayos. Y hasta aquí todo era lucha, utopía, botas, clandestinidad, mientras en su tierra natal en vísperas del 91 se pactó el desarme del M19; tus amigos creyeron en los diálogos, dejaron las armas. Meses después fueron asesinados a quemarropa. Unos cuantos sobrevivieron, y hoy tienen una curul en el Congreso de Bogotá o viven igual que Markos, en el destierro del exilio.
Para ese tiempo ya habías adoptado tu nueva identidad. Markos se fue. Mutó, maduró, cambió. También lo escondiste.
Ya con Carlos al frente, la nueva lucha fue estudiar Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, hacerse responsable de tres hijos, pagar una renta, eventualmente una hipoteca, ahorrar para la vejez. Carlos aprendió a comer picante, utilizar sus dotes de baile para ligar, tirar los perros, como dicen en Colombia al arte de la seducción. Hablaste de rancheras, de historia en las aulas, con tal de sumergirte en una nueva cultura. México desplazó a Colombia, y aunque se empeña en decir que es su segunda casa, ya es la primera.
Han pasado tres décadas de exilio. Subiste un par de kilos, tienes 46 años, cambiaste los jeans por pantalones de vestir y usas lentes. Pero ese acento tan cachaco, tan rolo, tan bogotano, tan colombiano, siguen ahí anclado en tu garganta. Sigues leyendo diario las noticias de El Tiempo, El Espectador, Semana, El País, todos diarios colombianos. Conoces las fechas de los partidos de fútbol de la selección de Pékerman y James Rodríguez. Hablas de música mientras te bailan los pies y cocinas arepas, sancocho, yuca frita, también uno que otro platillo mexicano, ¡no te hagas¡ Estuviste a punto de no volverte mexicano, mexicano naturalizado, en un México que no permite la doble nacionalidad: eres extranjero o eres mexicano, ambas no se pueden. Algunos amigos te contaron que la Secretaría de Relaciones Exteriores te hacía romper frente a ellos el pasaporte colombiano para darte la carta de naturalización que te haría un nuevo mexicano, pero era tan doloroso el episodio de sentirse desnacionalizado que lo retrasaste décadas enteras. Ahora ya eres mexicano y esa probable firma con tu nombre donde debiste renunciar a tus orígenes no es más que un papel, no arrancó tus raíces.
Dejaste el Distrito Federal a finales de los 90 para encontrar refugio cerca al mar y hacer literatura al compás de las olas. Dos libros, un par de poemas y una novela por terminar se han gestado en estos últimos años de exilio mientras Colombia ha vuelto hablar de paz.
¿Sabías que el presidente Santos está preparando el terreno para que millones de colombianos regresen al país? ¿Que la guerrilla de las FARC está aceptando dejar las armas y renunciar a reclutar niños? ¿Sabías del proceso de paz?, pregunta una periodista ochentera que cuando nació, Markos ya tenía puestas las botas y había oído hablar de paz.
—La paz sin justicia social no es posible, la paz con pobreza no es posible, la paz con paramilitarismo no es posible. La paz es un sueño colombiano que se vuelve pesadilla cada vez que la proclaman.
La última vez que escuchaste la monosílaba, también fue la última ocasión que viste con vida a tus compañeros de lucha.
Durante 30 años de exilio, Markos se quedó ahí, guardado en su pecho como una mariposa errante que encontró buen nido. Hace un par de años, Carlos mandó por celular una fotografía a Omar, su hijo de 15 años. La imagen es la misma que traes contigo hoy, 30 años después del exilio que te arrancó de Colombia: estás sentado en la celda de Bellavista con otros compañeros del M19. Tu hijo pensó que papá quería ratificar el parecido físico entre ambos: mismos ojos, pelo, hasta el perfil. ¿Y eso?, respondió el muchacho segundos después. Carlos no devolvió nada.
Pensaba Carlos que las botas, la pistola, la rebeldía, el mimeógrafo era ya todo pasado. Entonces de nuevo el celular, el WhatsApp de una amiga en el Distrito Federal que pedía tu consentimiento para dar con tu paradero. Una periodista buscaba un compatriota colombiano que contara su historia desde el exilio frente a las cámaras.
Tardó semanas en dar respuesta. Hablar de Markos a 30 años de distancia, a un país con una tasa de asesinatos de 14 mil homicidios en promedio cada año, un proceso de paz en puerta y sus mismos enemigos merodeando, lo hizo actuar con cautela.
Ahora estás aquí. Has volado de Cancún al Distrito Federal, la ciudad que frecuentas de cuando en vez para reencontrarte con tus hijos. Con tu chamarra nueva para salir a cuadro, tus libros, las fotografías de ese Markos que sobrevivió al yunque y al martillo.
La pregunta obligada.
Jamás abandonaste la idea de regresar a Colombia, esa por la que peleaste a muerte en la clandestinidad de las montañas. La maleta con la que llegaste permaneció intacta por un par de años, esperando la oportunidad de subirte a un vuelo con retorno.
La pregunta obligada.
Estuviste tentado a quedarte para siempre en los 90 cuando pisaste suelo colombiano después de seis años en el exilio. Querías instalarte en un apartamento pequeño en el centro de Bogotá. Incluso consideraste competir por la alcaldía de la capital después de ver algunos simpatizantes del M hacerlo. Pero no, no se pudo, no se puede.
Tampoco pudiste regresar a tu terruño ese sábado de 2009. Veías por el golpe de Estado al presidente Manuel Zelaya en Honduras cuando sonó el teléfono. Tu hermano del otro lado del auricular confirmó la muerte de mamá. Murió de vieja, Markos. Murió esperando tu regreso.
La pregunta obligada.
A treinta años de distancia, una esposa, cuatro hijos, una carrera como literato, el mar danzando en los oídos.
—¿Regresaría Markos a Colombia?
—Quizás me suceda lo que el poeta Tuerto López se pregunta en unos versos: “¿Y qué hago yo con este fusil entre las piernas?”.